Columna invitada

Abuelo, ¿qué es la muerte?

• Cuando los sobrevivientes a la vida vamos siendo cada vez menos, es tiempo de vivir el día a día con la mayor de las intensidades, de disfrutar momento a momento como si fuera el último, de visitar a los amigos que quedan…


🖋 Raúl Alburquerque Fragoso

Recuerdo bien esa imagen. Estábamos  sentados en una banca de madera decorada con pintura de aceite con flores y hojas verdes. Muchas veces lo hicimos así, por eso perduró en mi memoria. Era una tarde hermosa, el sol apenas comenzaba su descenso para ocultarse y dejar entrar las primeras sombras de la noche; pelábamos unas nueces que ella ocuparía para aderezar el mole rojo de la comida anual de la familia.

– ¿Qué es la muerte? – dije entonces a mi abuela.

Ella volvió su mirada hacia mí, acomodó lentamente sus lentes y mirándome fijamente respiró hondo, me hizo un cariño en la cabeza y con voz pausada respondió:

– ¿Por qué preguntas eso, hijo?  Eres muy pequeño para saber esas cosas…

Yo tenía unos seis o siete años.

– Ya te llegará el tiempo y las respuestas. Por ahora confórmate con saber que aún falta mucho tiempo para que venga por ti, no así por esta vieja, porque a veces por las noches siento como si se acercara a mi cama y me invitara a ir con ella, pero cuando me levanto para acompañarla desaparece así como llegó, de la nada, y yo despierto con un sudor frío que me cala hasta los huesos.

Pero sé -prosiguió la abuela- que el día que me toque iré con gusto con ella. Siento que ya cumplí mi misión, y cuando comienzan los achaques, las enfermedades, lo mejor es ir haciéndonos a la idea de que pronto partiremos.

Y así fue. Una fría mañana de octubre ya no abrió sus ojos. En su cara se podía ver una profunda paz y yo supe entonces que gustosamente había aceptado acompañar a la muerte hasta la morada que le tenía preparada.

Pasaron los años. Durante muchos de ellos no me preocupó en lo más mínimo volver a pensar en la posibilidad cierta de que un día yo también moriría. Llegó la época en que sentimos que somos inmortales, las pláticas nunca van por ese lado, vemos tan lejana la hora de morir que es lo que menos nos preocupa.

En los diarios leemos notas alegres, festivas, los resultados de los deportes, las fotos de las muchachas que conocemos y que asistieron a tal o cual fiesta, los eventos culturales próximos a los que queremos ir… Llegado el momento, los anuncios de empleos, pues al terminar los estudios tenemos que comenzar a trabajar, a desarrollar nuestra profesión.

Así pasa otro largo tiempo. Luego vienen los hijos, leemos entonces los anuncios de los cines, del circo de moda que llega a la ciudad, el teatro infantil y todo aquellos que pueda ser de interés para nuestros pequeños. Ahora tenemos un motivo más para no pensar en morir. Queremos ser eternos para estar siempre junto a ellos, volvemos a creer que seremos inmortales, como cuando fuimos niños.

Las tardes entonces cambian de color. El simple hecho de disfrutar cada una de las primeras veces de nuestros hijos nos hace sentir una dicha diferente, nos llena, y acudimos así a su despertar a la vida.

Cómo no recordar los ojos que puso nuestro hijo en su primera visita al cine, la primera vez que se pudo meter en el riachuelo que corre en el bosque, sentir en sus pies lo helado del agua, la primera lluvia de estrellas, su primera fogata, en fin, todas sus primeras veces que volvemos a disfrutar nosotros mismos.

Luego, la escuela, la universidad, su primer trabajo, su adiós a casa en busca de mejores oportunidades. Llega el momento de volver a estar solo, de volver a sentarme en una banca de madera a la entrada del jardín y ver el paso de las nubes en la tarde soleada, tal y como lo hice con la abuela hace tantos años.

Solo que ahora no tengo a quién preguntar: ¿Abuela, que es la muerte? Tengo que responderme yo mismo.

Entonces prefiero no contestar. El temor a su llegada hace que distraiga el pensamiento en otras cosas; pero ¿en qué?, cuando hay ya tan poco qué hacer, tan poco en qué utilizar el tiempo que hace muchos años sentí que me faltaba, esas horas que antes parecían fugaces y ahora parecieran eternas.

Comienzo a cerciorarme de la cercanía del momento final cuando mis amigos y amigas comienzan a faltar a las reuniones que tenemos, unas por causa de la enfermedad, otras porque ya no pueden salir, algunas porque ya han muerto.

Los diarios, que antes leía de manera gustosa, ahora se han convertido en mensajeros de malas noticias, no pasa un mes sin que aparezca una esquela que avisa del fallecimiento de alguien conocido, sé entonces que el circulo se va haciendo más reducido, que los sobrevivientes a la vida vamos siendo cada vez menos, que es tiempo de vivir el día a día con la mayor de las intensidades, de disfrutar momento a momento como si fuera el último, de visitar a los amigos que quedan, de volver a leer las noticias de deportes, de salir más seguido al cine, al teatro, a caminar, a las cosas que nos hicieron gozar de la vida en plenitud y estar presto para el momento en que alguno de mis nietos se acerque a mí, se siente a mi lado en la banca que está a la entrada del jardín, junto a las macetas que con tanto cariño cuidó por años Esthela, mi esposa, y en una tarde llena del sol, en que las nubes blancas estén pasando por el horizonte, me tome de la mano para platicar sobre las cosas que le suceden a diario en la escuela, con los amigos, que me pida le ayude con la tarea del  colegio y que de momento, en el instante en que menos lo pudiéramos esperar, voltee sus ojillos brillosos de sol y de vida hacia mí y haga la pregunta que todos en algún momento de nuestra vida nos hacemos por primera vez: ¿Abuelo, qué es la muerte?

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