El (próximo) fin de lo colectivo y el despertar del yo infinito

• En una época donde todo tiende a individualizarse, el arte corre el riesgo de dejar de ser una herramienta para tejer comunidad y volverse un espejo ególatra
🖋 Carlos Villalobos
El arte, inevitablemente, cambia por movidas propias de la sociedad o por el enfoque del mercado, pero al menos en la última década parecería que los cambios han sido impulsados más por lo segundo.
Lo que antes parecía imposible de cambiar, hoy ha sido pulverizado por algoritmos, métricas de “stickiness” (que tan pegajosas son las canciones) y la voracidad de un mercado que exige inmediatez.
Recientemente pude revisar el análisis publicado por Skoove, enfocado en las industrias musicales de Estados Unidos y el Reino Unido, y lo que vi no fue solo un diagnóstico de cómo ha cambiado la música, sino una advertencia sobre hacia dónde podríamos estar llevando todas las disciplinas artísticas si no corregimos el rumbo.
Los datos son contundentes, las bandas están desapareciendo de las listas de popularidad y personalmente creo que es preocupante, incluso si crees que dichos charts no son una unidad de medida legítima. En Estados Unidos, pasaron de ocupar el 41% del top en 1995 a apenas el 4% en 2023. En Reino Unido, el fenómeno es similar, pasaron del 60% en los años 80 a 7% en 2021 y no se trata solo de posiciones en rankings, sino de una pérdida del músculo cultural que significa crear en colectivo.
¿Las razones? Pues son varias, desde la dificultad logística de coordinar a varios miembros hasta el simple hecho de que, en la era de TikTok, construir una narrativa de marca personal es más redituable si eres tú contra el mundo.
Este cambio ha llevado a que las plataformas digitales, esas nuevas curadoras culturales que dicen ser “imparciales”, favorecen el brillo individual por sobre la luz compartida. Los solistas dominan Spotify, Instagram y TikTok, no porque sean “mejores” necesariamente, sino porque el modelo algorítmico se alimenta mejor de una sola cara, una sola historia, un solo personaje. La colaboración se mantiene, sí, pero muchas veces desde una lógica transaccional, casi como marketing cruzado: tú traes tus números, yo traigo los míos y entre ambos hacemos un éxito que dure una semana (si bien les va).
Hasta aquí podríamos pensar que se trata solo de una transformación del negocio musical, pero si miramos con más atención, este mismo patrón está comenzando a permear en otras disciplinas: en el teatro, la danza, las artes visuales, el cine independiente.
La lógica del “yo como marca” está ganando terreno frente a la lógica del “nosotros como lenguaje”. Los colectivos artísticos son opacados por artistas solitarios que saben manejar el algoritmo. Los talleres de creación compartida pierden recursos ante la viralidad de un perfil personal con estética definida y discurso claro.
Mucho ojo, esto no es solo un cambio de formato, sin dudarlo es una transformación cultural profunda. En una época donde todo tiende a individualizarse, el arte corre el riesgo de dejar de ser una herramienta para tejer comunidad y volverse un espejo ególatra. El culto al genio, al creador solitario, al influencer artístico, está desplazando a la fuerza transformadora del colectivo.
El problema no es que existan solistas brillantes, sino que estemos creando un ecosistema en el que el trabajo colectivo se vuelva inviable, invisible o poco rentable. Porque lo colectivo no solo requiere coordinación, requiere empatía, tolerancia, diálogo, acuerdos, pero sobre todo la cesión del ego y eso, en una época tan narcisista, es revolucionario.
Una vez que todos estemos de acuerdo, viene algo también urgente y es el incorporar esta discusión en la elaboración de políticas culturales. No podemos seguir planificando como si nada hubiera cambiado, si los algoritmos están reconfigurando cómo se produce, distribuye y valora el arte, entonces las políticas públicas deben anticiparse, no seguir remando detrás. Necesitamos mecanismos que fomenten lo colectivo, que financien procesos largos, que protejan los espacios donde el arte no se hace para ser viral, sino para ser significativo.
De lo contrario, corremos el riesgo de perder algo más que bandas o colectivos artísticos, podemos perder la capacidad de pensarnos en conjunto, de crear mundos posibles entre varias manos, de escucharnos en medio del ruido ensordecedor del yo.
La música ya nos dio la alerta y esta no es solo ruido blanco, no la ignoremos.