Al filo de la banqueta. EL ENOJO DE UNA GENERACIÓN QUE NO QUIERE SER ESTADÍSTICA. A PROPÓSITO DE LAS MARCHAS #25N

• Para muchas jóvenes, la violencia de género no es un tema de discusión académica ni una bandera ideológica. Es una realidad que condiciona su vida cotidiana: qué calle evitar, a qué hora regresar, con quién compartir su ubicación, a quién llamar si alguien las sigue…
🖋 El Poeta del Desastre
En México, la violencia contra las mujeres dejó de ser una excepción hace tiempo para convertirse en una constante. Todos los días se cuentan víctimas. El enojo exacerbado no surgió de la nada. Cada día, 10 mujeres son asesinadas, ocho de cada 10 se sienten inseguras.
Detrás de cada cifra hay historias rotas, familias marcadas, vacíos que no vuelven a llenarse. Ingrid, Fátima, Debanhi… nombres que se volvieron símbolo, pero que representan a miles más que no aparecen en titulares. Detrás de cada número hay mujeres con nombre y apellido, mujeres de carne y hueso.
Para muchas jóvenes, la violencia de género no es un tema de discusión académica ni una bandera ideológica. Es una realidad que condiciona su vida cotidiana: qué calle evitar, a qué hora regresar, con quién compartir su ubicación, a quién llamar si alguien las sigue. Crecen aprendiendo a cuidarse solas antes de aprender a confiar.
El punto de quiebre llegó cuando se hizo evidente el fracaso institucional. Denuncias ignoradas, medidas de protección que no llegan, policías que minimizan, ministerios públicos que culpabilizan, investigaciones que se caen por negligencia.
El caso de Abril Pérez, asesinada después de denunciar a su agresor, o el de Fátima, una niña de siete años hallada sin vida pese a las alertas previas, dejaron claro un mensaje brutal: denunciar no garantiza protección.
Las redes sociales rompieron el silencio que durante años los medios y las autoridades sostuvieron, a veces por omisión, a veces por comodidad. #NiUnaMás, #NoMeCuidanMeViolan y otros movimientos digitales se convirtieron en espacios de denuncia colectiva.
Ahí, miles de mujeres narraron experiencias que antes se quedaban en la esfera privada: acoso, abuso, violencia normalizada dentro y fuera de casa. La denuncia traspasó los muros de los hogares y dejó ver que una de las violencias más frecuentes es la que se vive en el lugar que debería ser el más seguro: el hogar.
El hartazgo también tiene raíces culturales. Durante décadas se aceptaron como normales las agresiones “menores”: el piropo insistente, el tocamiento en el transporte, la romantización de la violencia en las relaciones. Hoy, esta generación ya no lo acepta como parte del paisaje. Lo cuestiona, lo nombra y lo enfrenta.
Las marchas, los paros, las intervenciones en el espacio público y las consignas no son estallidos irracionales. Son respuestas a la falta de escucha. Son formas de presión cuando los canales institucionales no funcionan. No es vandalismo por capricho: es desesperación ante la indiferencia.
A esto se suma la desigualdad económica. Muchas mujeres no pueden salir de entornos violentos porque dependen financieramente de sus agresores. La justicia no llega igual a todas: es más lenta, más lejana y más dura para mujeres indígenas, rurales o en situación de pobreza. En los delitos sexuales, la impunidad ronda niveles escandalosos.
Lo que exigen no es un privilegio: es lo básico. Poder salir, estudiar, trabajar y volver a casa sin miedo. Que las denuncias se investiguen. Que los agresores enfrenten consecuencias reales. Que la educación incluya formación en igualdad y respeto desde la infancia. Que el Estado deje de simular.
Su enojo no es exageración ni moda. Es una reacción lógica frente a una violencia que se repite y un sistema que no responde. Es el grito de una generación que decidió que no va a esperar su turno para ser contada.



