Columna invitada

Ángeles crucificados

Es domingo de pascua y ustedes siguen ahí, luchando cada minuto para que todos los enfermos vuelvan a casa aun sabiendo que, al salir, pueden ser crucificados; disculpen nuestra ignorancia


Pánfilo Pérez

Cada día que pasa se les reconoce más y más su esfuerzo, su entrega, su pasión, las horas que no han dormido, esas jornadas extenuantes en donde el sentimiento también les gana porque no han podido vencer a la muerte; donde la risa nerviosa aparece cuando llega un nuevo enfermo, cuando la sonrisa ilumina el ojeroso rostro cuando alguien vuelve a casa.

Se les mira correr, ir y venir, volver, revisando a uno, a otro, cuidando el monitor del ventilador, acomodándolo a otros más, y hablarles y animarlos a resistir, a hacerse fuertes como ellos han tenido que hacerlo para no claudicar, para no tirar la toalla, para no decir: estoy cansado.

Todo lo vivido vale la pena, muchos de ellos lo han dicho; el esfuerzo es gratificante cuando sabes que pronto recobrará la salud, dice una de ellas; ya hemos traído a muchos, la lista esta cotejada, el trámite impecable, dicen otros más.

Y van por las calles somnolientas, otros están en alguna de las bancas tomando un café, unos más dando el parte a los familiares, los demás, en las salas de terapia intensiva con los más graves, en la lucha más tenaz, más demandante, esa que está en el límite, en la delgada e invisible línea entre la vida y la muerte.

Son los ángeles en penitencia, la que les ha impuesto la pandemia del coronavirus, un virus con corona hoy en estos días donde se habla de reyes, de mesías, de fe y esperanza, de aliento, de regocijo, pero también de luto. De una escalera para subir al madero y quitarle los clavos al Cristo.

Es de mañana, es de tarde, es de noche y aun de madrugada cuando las cortes de los ángeles de blanco entran y salen de los hospitales; esos guerreros que en las calles encuentran el motivo para volver, el reconocimiento del transeúnte, la llevada a casa por algún taxista que valora su deber; la cena, el desayuno, la comida que les brinda el pueblo agradecido.

Es el hombre y aun la misa chica que les ha cedido el paso; el que desde la ventana les aplaude, el que grita hurra desde el balcón de su apartamento porque sabe que viene de luchar contra el enemigo que es uno de los más terribles de la historia, veloz, invisible, altamente contagioso.

El que les anima quedándose en casa para que el número de enfermos no aumente porque ello es darles más cargo; los ángeles de blanco que también se arriesgan, que también cargan sus miedos, sus angustias.

Saben que ya nada es igual, que nada lo será mañana pero no han cejado desde hace un par de lunas, desde hace ya muchos días, en el empeño de seguir, revividos por los que ven volver a la vida, sacudidos por los que ven partir a su última morada; alentados otros, por la confianza de muchos que les encargan una despedida, que les confiaron un secreto, que aun en el umbral de la muerte misma les han dado las gracias.

El ruido del claxon ha sonado fuerte, tanto, que levanto la cabeza y veo que todo esto es un sueño, cuando escucho en la recepción del hospital que familiares de un hombre que ha muerto de Covid-19 agreden al personal médico, a los guardias en el hospital, que profieren palabras que nada tiene de agradecimiento sino de reproche, de repudio.

Miro también a las enfermeras y los hombres de bata blanca, los camilleros, los choferes de las ambulancias que son perseguidos en las calles por hordas llenas de furia, de resentimiento, de coraje, de ignorancia, y les agreden de palabra, obra, bueno, hasta por omisión.

Y veo al chofer del autobús que ignora la parada, o que aprueba que los pasajeros “echen” de la unidad a quien han identificado como parte del personal médico y de enfermería, los auxiliares, que fueron descubiertos bajo el saco, el abrigo, la pañoleta, el overol.

Unos van más allá y hacen juicios sumarios contra los ángeles de blanco, contra los que visten con una bata blanca, y entonces, como si fuera una lapidación, sacan baldes llenos de agua con cloro y se las arrojan para purificarlos, para quitarles el mal.

A muchos más, haciéndose a un lado para evitarles, animando al pueblo que quiere circo, como aquel de los romanos, que quiere verles crucificados como al que hoy resucitó entre los muertos.

Sí, es la falta de respeto, la corona de espinas, los clavos y el madero mismo, es la discriminación la pesada carga de los ángeles de blanco que, en otros lares, esos que referenciamos y tomamos de ejemplo para reclamar a otros nuestra irresponsabilidad, son vitoreados mientras que aquí los crucificamos.

Y en esta imagen que no es un sueño se miran también los arrepentidos, esos que cayeron enfermos y que están en las manos de quienes ayer, juraron, eran los ángeles del apocalipsis. Pidiendo los ayuden, clamando su presencia.

Es domingo de pascua y ustedes siguen ahí, luchando cada minuto para que todos los enfermos vuelvan a casa aun sabiendo que, al salir, pueden ser crucificados.

Gracias por su esfuerzo y disculpen nuestra ignorancia, barbarie, sin razón.

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