La pandemia del coronavirus que nos puso frente al espejo
Qué importa lo que diga el “mesías”, dice el hombre sensato de pueblo; hoy importa lo que nosotros hagamos para evitar que el mal, ese que viene veloz, persistente, llegue a nuestras casas
Pánfilo Pérez
Son los tiempos en los que todos sabemos, en los que todos opinamos, en los que todos conocemos la cura o nos la han hecho llegar, en el que todos creemos que la verdad es mentira y la mentira es verdad, los tiempos en que sabemos de un caso o cientos que se ocultan, porque el primo del primo del hermano del cuñado también lo saben, son los tiempos en que la razón de todos se impone y el caos impera. Son los tiempos en los que todo y nada es cierto, en los que todo y nada es posible.
En un país donde el “mesías” reparte amor y besos a un pueblo temeroso pero apático, que reclama pero no hace nada por sí mismo, que reprocha la inacción de las huestes del hombre del pelo blanco porque él sigue moviéndose por las calles, los centros de abasto, la fiestas, los lugares de uso de tiempo libre que operan, aunque sea a mitad de aforo, en las ciudades de todo este territorio que, dicen, preside el bufón, el inepto, el peor de todos los que han venido.
Sí, es el país donde ven en el espejo el absurdo juego de unos cuantos que observan microscópicamente la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, son aquellos que usan los medios que tienen para hacer que más y más de las imágenes en él reflejan se distorsionen para no verse a sí mismos.
Sí, es el país en el que ese pueblo no quiere verse al espejo, en el que sólo unos cuantos reflejan una imagen bien clara, no borrosa, no como sombras que se escurren en la obscuridad, ni como aquellos que detrás de la nítida faz de los pocos, que deben ser muchos, piden se tomen medidas como en otros feudos para que el mal que ha arrasado con otras ciudades, que tiene a miles metidos en casa como si fueran prisiones, no se extienda por sus hogares.
Ahí el Mesías de ese lugar que la geografía le dio forma de cuerno de la abundancia, dicen quienes no quieren que éste se mire en la superficie que devuelve las vistas, camina dando tumbos, trastabilla a cada paso, se nubla ante la razón y se muestra soberbio, altanero, indestructible, inafectable, poderoso, como Dios.
Y ven tras de él a otros que le siguen los pasos y les llaman fanáticos, ciegos, faltos de razón, acaso locos u orates como el viejo mismo, o se han inventado una nueva palabra que les mienta, “chairos”; se miran en ellos, a los que se confunden con otros que bajo la piel de la oveja esconden los colmillos del fiero lobo, esos a quienes llaman “fifís”.
Y mientras el hombre que camina apoyado en el bastón que le dieran los pueblos de antes, muchos de ellos también borrados del espejo que miran aquellos que aplauden cada tumbo; que desaprueban cada acto de fe; siguen mirando los que siguen empecinados en que levante murallas, que cierre los puertos, que los pájaros de acero que surcan los vientos no aterricen en la tierra, su tierra, esa que no es el feudo del viejo sino el propio, el del clan, la tribu, amenazada por el enemigo que invisible, persistente, veloz, avanza al acecho.
Mas en la imagen que miran los que tienen hoy la razón, la verdad, el juicio, ven que poco a poco unos van cayendo, otros desaparecen, unos más que compartían espacio, reflejo, imagen en la superficie que les revela a sí mismos, desaparecen, y otros, se ven inquietos, sus cuerpos parecen candelas encendidas, y cada vez más se estremecen en estertores que huelen a miedo, al mal que se riega.
Mas la imagen no deja de moverse, de ir como la marea de un lado a otro, de chocar con las rocas y bañarlas, de subir y bajar, de llenar los caminos. Y se mira en el espejo a los que miran con incredulidad, relajados, sin mayor preocupación, en unos, la sobrevivencia, en otros, las ganas de no creer.
Y miran extrañados cómo los pocos que deben ser muchos que se han guardado, los que aún en la necesidad de estar en las calles, los caminos, los trabajos, las fábricas, aun aquellos que les cuesta trabajo hacer la oficina en la casa, y que han mantenido la calma, han tomado previsiones, se mantienen de pie.
Sí, los vemos caer menos que aquellos que hoy nos pasamos buscando dónde está el mal, ese que nos hace borrosos, ese que nos lleva a encontrarnos con ese mal que parece, que no creemos nos llegue a nosotros pero que culpamos al otro de no hacer nada por detenerlo.
Sabemos que ha pasado por otras ciudades, que ha dejado en el camino a miles, que otros lo tienen metido en el cuerpo, ese mal invisible que nos puede poner en el espejo, en la imagen, a todos cayendo.
Y entre los hombres que ven al espejo y que se alegran porque cada infectado, cada muerto, que está así por el mal que vino de otras tierras, como muchos otros han venido, como muchos otros vendrán, es la prueba fehaciente de que el viejo que cree ser el “mesías” se ha equivocado siempre, que camina irremediablemente al abismo.
Mas ese hombre, que es un hombre sensato del pueblo, que no comulga acaso con las ideas del viejo del bastón de mando, de canas que cubren su pelo, ha entendido que el mal, ese que invisible, persistente, veloz, va pasando de casa en casa, poco a poco, llega en la mano, en el beso, en el abrazo, en las reuniones y las celebraciones que no hemos querido dejar. Vean cómo ahí, en el espejo, nos dice, nos vemos borrosos, indefinidos, irresponsables.
Y miran todos en el espejo a los que, ante la incertidumbre, la ignorancia, la inconciencia y la sobra hoy de razón, lucran con el mal que invisible acecha, que buscan proteger sus fortunas aun a costa de pasar por aquellos que piensan que “a mí no me pasa”; a los otros que parecen pocos pero deben ser muchos, que comparten de lo que tienen porque saben que puede pasarles. Los otros que se van sumando con los que en casa se quedan y brillan y se ven bien sin distorsiones.
El hombre sensato levanta la voz y pregunta a este pueblo en el que todo vemos mal y nada nos parece, que todo vemos bien pero tiene su pero, a los que anhelamos lo que hoy negamos, que seguimos viendo pajas en ojos ajenos y no vigas en los nuestros: ¿Quién estará más loco, será más soberbio el viejo que camina al abismo o aquellos que saltamos a él?
Y entonces vino una luz, que reflejó al viejo en el gran espejo que en el que nos miramos todos, y descubrimos que parte de él es el reflejo de parte de muchos de nosotros que hoy: no queremos aceptar, no queremos dejar de ser las sombras borrosas porque queremos seguir la vida como si nada pasara. Y si pasa, buscar un culpable.
Y miran en el espejo, del otro lado del charco, y ven a los que hoy están en sus casas como si fueran prisiones, todo porque el día de ayer no se guardaron. Y la voz se escucha fuerte, potente, tanto que parece que todos la escuchan: Qué importa lo que diga el viejo del bastón, dice el hombre sensato de pueblo; hoy importa lo que nosotros hagamos para evitar que el mal, ese que viene veloz, persistente, llegue a nuestras casas. ¿Acaso queremos un espejo más grande que el que la misma historia nos pone enfrente?