Columna invitadaSociedad

Ponciano

Luego de un largo y cansado viaje, Ponciano llegó a su casa, pero no fue recibido como siempre. Ni modo -pensó-, será otra ocasión cuando los vea. Finalmente, cada primero de noviembre tendrá la oportunidad de regresar mientras exista alguien que lo mantenga vivo en su memoria


🖋 Raúl Alburquerque Fragoso

Cuando Ponciano llegó a su casa, luego del largo y cansado viaje, no pudo ocultar su desilusión. Nadie salió a recibirlo y al entrar en la pequeña estancia se dio cuenta de que, por el desorden y el polvo, tenía días que no hacían pie por esos lugares.

Los muebles se encontraban sucios y maltratados y las ollas de barro que permanecían sobre la estufa no tenían en su interior nada comestible que pudiera paliar el hambre que sentía después de su largo viaje.

La mesa donde siempre le dejaban la comida que le gustaba se encontraba vacía y las flores con las que adornaban por esas fechas no se veían por ningún rincón de las habitaciones.

Comprendió que tenía ya mucho tiempo que los había dejado, pero este año era el primero en el cual no fue recibido tal y como siempre lo hacía su perro: lleno de gusto y en medio de un ambiente de fiesta.

Pero entendió también que así es la vida. Con el paso de los años el cariño se va perdiendo en medio de los problemas propios de cada uno de los miembros de la familia y poco a poco los recuerdos y los buenos momentos van quedando en el olvido.

Se sentó en una silla polvorienta y coja, cada una de sus patas estaba próxima a romperse y por un momento dudó en hacerlo; sin embargo, pudo soportar su escasísimo peso para hacerle más placentera la espera.

Pasaron las horas y nadie regresó, llegó la obscuridad de la noche y desilusionado decidió salir a buscar algún lugar donde encontrar un mendrugo de pan y un trago de pulque para saciar su hambre de manera momentánea.

Entonces escuchó y miró las luces de cohetones que se elevaban rumbo al cielo, avanzó hacia donde parecía que venían los ruidos y encontró un camino revestido de flores. Poco a poco la oscuridad empezó a ceder ante el resplandor de decena de velas que iluminaban la ruta.

Luego de andar algunos minutos, llegó por fin a una casa cuyo alto y vetusto portón permanecía abierto. Lo cruzó y continuó caminando hasta llegar a una habitación en donde se encontraba una mesa adornada y encima de ella una serie de manjares que inmediatamente, sin que nadie le hubiera invitado, comenzó a comer hasta sentirse satisfecho.

Luego, atisbó en las viejas y arrugadas fotografías que se encontraban junto a la comida. En una de ellas reconoció a su compadre Severino, aquel hombre con el cual durante su juventud disfrutó de los mejores momentos de su vida. Juntos habían asistido a infinidad de fiestas, ferias y parrandas; juntos habían conocido a sus mujeres y uno al otro habían apadrinado a sus primeros hijos. Sin embargo, al final cada uno había tomado su sendero y poco se volvieron a ver.

De pronto vio entrar a las mujeres en procesión, tomaron sus lugares e iniciaron algo que parecían rezos. Se levantó entonces de la silla en que se había acomodado y cruzando entre ellas, sin que nadie notara su presencia, abandonó la casa.

Caminó nuevamente hasta donde hacía 12 meses vivían su mujer e hijos; los esperó largas horas, hasta que llegó el momento en que ya no pudo aguardar.

De nueva cuenta el ruido de cohetones le señaló el tiempo de partir. Ni modo -pensó-, será otra ocasión cuando los vea. Finalmente, cada primero de noviembre tendrá la oportunidad de regresar mientras exista alguien que lo mantenga vivo en su memoria.

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