Columna invitada

La mañana que llegó

La palabra recurrente, la que encierra el más alto sentir de quienes hoy tuvimos la fortuna de expresarla. Al personal médico que se la ha rifado en estos 15 meses de pandemia. A quienes dieron su vida en esta lucha por la salud, a todas, todos: ¡Gracias!


Francisco Acosta

La noche fue larga o acaso muy corta, aunque las horas transcurridas hasta el amanecer marcharon igual que siempre, ni más rápido ni más despacio; somnoliento, no pude negar que era el gran día, la mañana anhelada durante más de 14 meses de sana distancia, de trabajo en casa, de domingos de encierro, de ausencia de las amistades, la cocina económica, en el café, la comida en el bosque, la ida al cine, la familia, la vuelta por la CdMx, los días que quedaron atrapados en las ganas.

Me vi en el espejo, unas canas más como un año a cuestas también, una arruguita sobre las arrugas en la frente, pero un brillo distinto en la mirada. La cita fue programada a las 8 de la mañana y di gracias porque a diferencia de los años mozos en los que a la escuela asistía, esta vez sí quería todo fuera acorde a la primera letra del primer apellido. -Voy entre los primeros- me dije.

Sí, voy entre los primeros de quienes frisamos entre los 50 y los 59 años, y esta vez no para hacer alguna tarea, pasar al pizarrón, ser nombrado casi ipso facto parte del comité de seguridad escolar, ser del grupo de inicio en el examen, sino para recibir la vacuna contra el coronavirus, ese que causa la enfermedad Covid que nos tiene con los pelos de punta, bueno, los pocos que quedan, y en muchos hogares el dolor y luto presente.

Me vestí con calma, había tiempo, tiempo ha sido lo que ha sobrado o lo que hoy es en esta pausa que la vida nos impuso a la vida cotidiana; tiempo que queremos en mañana, sí, con el antígeno que podrá ayudarnos a combatir el SARS-CoV2, que sigue cabalgando implacable en el mundo.

El día llegó y con él, entre la ansiedad y la impaciencia, la emoción y la duda, el miedo, la esperanza del otro mañana, el que nos traiga de regreso, lo más parecido, a esos días de ayer que también anhelamos. La emoción me ganó, llevó mis pasos más de prisa que de costumbre y en el trayecto de la casa al puesto de vacunación, que quise hacer a pie, me fui reconociendo en el paisaje urbano. Ahí está el chavo de los tamales, la panadería y los madrugadores, la tienda de la esquina.

Los muchachos que presurosos lavan los autos de los impacientes clientes que esperan para continuar con sus labores del día; otros transeúntes, mujeres y hombres, jóvenes en edad productiva, andando la senda a la chamba, a la vida de siempre, de ayer, hoy. Y los autos que poco a poco llenan las avenidas.

Taxistas en busca de pasajeros o pasajeros ausentes aun en estos días en que niñas y niños dejaron las aulas para tomar clases en casa vía internet y, con ello a la par, poner en calma uno de los motores que animan este servicio. El sol apenas va calentando. No dejo de mirar a la señora, el señor, la pareja, folder en mano, que adivino andan el mismo camino que yo a la vacunación; somos muchos los que hemos esperado por ella.

Y entre recuerdos, imágenes idas y otras adivinando el después, respiro profundo detrás del cubrebocas y los googles que me han acompañado todo este tiempo que ha sido mucho y que hoy se resume, aunque no con ello exime su uso en los días posteriores, no al menos en el plazo inmediato. Llego a donde están vacunado. La fila es un gran espejo.

Pregunto, me formo, miro buscando algún conocido, aprieto mi folder, lo abro, reviso que todos y cada uno de los documentos estén ahí, hurgo en el pantalón en busca de mi credencial con fotografía, repaso mi CURP, miro mi código postal.

Saludo, no reconozco de inmediato a quien los buenos días me dio, aunque percibo su alegría cuando me dice “Duele un poquito el piquete” y me desea todo vaya bien para cuando me toque. Una más, a ella SÍ la reconozco, vecinos de la niñez, me llama por mi nombre a la par que mostramos el gusto por vernos, por los años que han pasado, por el tiempo sin saludarnos, por estar ahí, sanos. Sí, hoy la salud, lo hemos aprendido muchos, es el bien más preciado que pueda haber en esta tierra nuestra.  

Y recuerdo entonces un mensaje pegado en el muro de Facebook de una joven maestra, y me regocijo porque, así lo leí, a pesar de la dureza de todos estos días de pandemia seguimos mostrando momentos de dulzura. A pesar de la mezcla de emociones que se conjugan en los cientos de rostros de las señoras y los señores “cincuentones” que vamos desandando los pasos para llegar ante quienes nos aplicarán el antídoto que hoy recibiremos.

Y la fila ha servido para dejar de ser extraños; unos y otros hemos entablado pláticas cortas para aliviar la espera, que no importa si es de unas horas, que nunca serán tantas como las que aguardamos para estar ahí. Y nos hemos hermanado en los miedos, en las historias, en el duelo, en el regocijo, en la esperanza.

Tema recurrente ha sido la vacuna a recibir, que si la Pfizer, que si Astrazeneca, que si CanSino, que si Sinovac, Sputnik, lo dicho sobre de ellas, las teorías conspiratorias, las noticias falsas, más con ello un par de coincidencias, deseo expreso: todas ayudan a que no se presenten cuadros graves, pero no debemos dejar de cuidarnos.

A poco ya estábamos en el patio de la escuela en la que nos vacunaron, la fila india que formamos se tornó en varias hileras de bancas, unas tras de los otros, separados, sana distancia ahí también, donde una diligente joven enfermera, ángel guardián vestida de blanco, tomó la presión y rellenó el cuestionario que en la parte posterior de la carta de consentimiento, venía:

– ¿Fiebre, tos, Covid en los últimos 30 días?  

– No, no. No. Gracias a Dios.

– Primera dosis…

– Yo quisiera fuera ya la segunda.

La sonrisa franca, el agradecimiento infinito.

Al frente estaban las enfermeras que aplicarían la vacuna. Ya había pasado también la joven que pregunta nombre, dirección, que checa folios, el nombre de la vacuna, vaya pues, la que llena el comprobante de la aplicación y que será a la vez el comprobante para cuando venga la segunda dosis.

Al frente, dos enfermeras, Maricela, Blanquita, una, la que prepara las jeringas, de las que tuvimos la certeza estuvieran selladas, nuevas pues. Hábil, con destreza que da el oficio, la experiencia, toma el frasco, o vial multidosis, diluye y carga. A ojos vistos todo el proceso. Acto seguido avanzan por el pasillo entre las hileras de quienes hemos descubierto, orgullosos, impacientes, el brazo izquierdo hasta el hombro, ahí donde la aguja penetrará el músculo. Sí, es una vacuna intramuscular.

Muy profesionales, muy gentes, mujeres que también saben de quehaceres en centros de salud y hospitales, en clínicas, en fábricas y oficinas, en las aulas, en la casa, con los hijos, la familia. Sí, ahí estamos ellas y nosotros, sin caretas a pesar de los cubrebocas, sin envidias, sin rencores, acaso todas, todos, agradecidos con la vida: quienes nos inyectan, quienes somos vacunados. El círculo cerrándose.

El médico, la enfermera, los elementos del Ejército y la Guardia Nacional, quien transportó las vacunas, quienes las resguardaron, quien organizó, quienes participan en el apoyo logístico, los jóvenes que van y vienen llenado formatos, otros más que van acercando los viales. Vaya pues, el México que somos, el pueblo, las mexicanas y los mexicanos, en esta nueva etapa del combate a un virus coronado por el miedo, la zozobra, la incertidumbre.

Las veo una vez más, sonrió, me emociono, digo gracias a las enfermeras de todas las pachuqueñas y pachuqueños que hoy nos vacunamos y tras de ellas, a nosotros mismos, quienes debemos seguir poniendo la parte que nos corresponde, continuar cuidándonos hasta que podamos, sí, volver a abrazarnos. Así somos en este México lindo y querido.

Me duele el brazo, qué más da, soy un hombre afortunado.

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