Columna invitada

Noche de insomnio en tiempos de pandemia

En marzo de 2020 el virus coronado inició su marcha, pasó por las grandes ciudades, se coló a los pueblos y comunidades, a las rancherías… Hoy hace falta harta empatía, mucha solidaridad; allá afuera hay mucha gente que no la está pasando bien


Francisco Acosta

El calendario volvió al punto de partida 12 meses después, el marzo que nos marcó para toda la vida, el que nos pausó por un momento y mostró en plenitud, una vez, más la fragilidad humana. Hace ya un año, fue el 2020, el que se antojaba diferente, punto de partida para un mejor mañana, el que marcaba el nuevo desafío acaso entendido a fuerza de golpes, de catástrofes, de fenómenos naturales exacerbados; el cambio climático debía ser atendido sin retraso, eso fue lo previsto, ese fue el camino que creímos veríamos tomarían varios líderes mundiales presentando planes, acciones para mitigar las emisiones en los 10 años venideros. Nadie imaginó lo que vendría, lo que ha pasado, lo que sigue sucediendo. Al menos no yo.

Y el virus coronado inició su marcha, pasó por las grandes ciudades, se coló a los pueblos y comunidades, a las rancherías y a poco todo el país hablaba de él, lo padecían muchos, otros lo ignoraban, unos más lo negaban, mientras muchos otros aceptábamos sin comprender bien a bien lo que es una pandemia en “tiempo real”, de a de veras. La conciencia que se forjó en torno al cambio climático tendía que volcarse en la Covid, enfermedad causada por el coronavirus que azotaba el mundo también.

Y a fuerza de enfermos, de muertes, el quedarse en casa pareció ser la medida más atinada, aunque no todos pudieran decir lo mismo: el pan sobre la mesa rompía todo argumento, toda acción de prevención y contención. El juego entre la vida y la muerte, el desafío racional y el inconsciente, fueron y van a la par de las medidas sanitaria recomendadas, además del quédate en casa, sana distancia, uso de cubrebocas, gel alcoholizado al 70%, el lavado de manos frecuente, constante, abundante.

El 20 de marzo dejamos la oficina, la escuela, para ir a trabajar a casa, estudiar a distancia, con la oportunidad de quedarnos en casa y así, con mayor probabilidad, poder conservar la salud y escapar al microscópico virus que empezó a trastocarlo todo; la cotidianeidad se rompió de golpe, el hoy se hizo presente, sólo presente.

Negocios que cerrarían pronto, espacios laborales que se perderían, desempleo y crisis, quiebras, deserciones escolares, violencia en aumento, incertidumbre, lo desconocido abriéndose paso. Nadie estaba preparado, ningún país, tampoco nosotros.

Y con el miedo y la angustia, la conciencia y el llanto, el duelo y la paciencia a prueba, vimos correr los días, saber de los contagios, primero lejanos, día a día, hora a hora, acercándose, llegando al círculo cercano, a los conocidos, a las amistades, a los vecinos, a las casas, las propias; con ellos, las muertes también, primero de otros, después, después el mismo camino.

Y nos reiteraban quedarnos en casa, a cuidar a los nuestros, con ello cuidar a los demás, a solidarizarnos con quienes día a día, hora con hora, minuto a minuto, luchaban por salvar vidas, aun a costa de las suyas. Abrirle la puerta a la empatía, a la mucha esperanza, a la solidaridad, con el personal médico, con uno mismo.

Y nos guardamos unos y otros salieron; y se fueron médicos, enfermeras, personal de apoyo y tuvo que venir otro, otras, otros a relevarlos, a suplirlos, a tomar su lugar porque los contagiados se multiplicaban. Unos decían que era la búsqueda del sustento, otros más, la displicencia, la ignorancia, la arrogancia, la ignominia, el hambre, la necesidad, la necedad.

Con el avance de la pandemia marcharon a la par las verdades y mentiras, las quejas fundadas y las infundadas, los reproches y las acusaciones, los reconocimientos y las calificaciones, las conductas ejemplares, honorables, las criticables, las rechazadas, las conductas humanas, las más sublimes, las más ruines también.

Y pasaron los días y se llegaron los de asueto, los puentes escolares y laborales, los tiempos en que se nos olvidó el miedo, el terror, el dolor, la muerte, y salimos a tropel, desbocados, y nos enfiestamos unos, muchos, y nos reunimos varios, muchos también, y salimos como si nada estuviera pasando, como si nada hubiera sucedido.

Los mansajes solidarios, las manos amigas, que inundaron las redes sociales, que se convirtieron en el medio más socorrido de comunicación, bajaron de intensidad, de emotividad; los llamados a no acudir a lugares concurridos, a dejar las celebraciones de cumpleaños, las fiestas quinceañeras, las misas, los gimnasios, fueron dejando su constancia, las ausencias que llenaron espacios públicos, las calles, fueron desapareciendo.

Y la historia se repitió, el miedo se dispersó, el desafío entre la vida y la muerte se hizo cotidiano, irascible, absurdo, loco; entre mares de información y desinformación, entre milagros y remedios milagrosos, entre creencias y costumbres, el virus se volvió el más cruel asesino, la mayor mentira. Y los días pasaron, los números crecieron, las dudas persistieron, la conciencia pareció disolverse entre las ganas de volver a ganar la calle, el café, el cine, el lugar común, el trabajo, los viajes, la vida dejada.

Cuando los hospitales colapsaban, a la vez que su personal se agotaba, un respiro; el virus arreció y nos metió a unos cuantos otra vez a nuestros hogares, muchos ya con la experiencia vivida del contagio mismo, del dolor del ser querido.

Una bocanada de aire puro, la esperanza renacida, la luz al final del túnel, la llegada de las vacunas. El caos, la salud extraviada, la muerte apartada, la pérdida del empleo, la economía más que maltrecha, la oficina abandonada, el aula vacía, la fábrica sin obreros, la vida partida entre el antes y el hoy, que será por mucho, quedarán atrás, serán anécdota, el antígeno salvador está siendo ya inoculado, los médicos y los adultos mayores primero.

La vida vuelta en un par de inyecciones, el jolgorio y la fiesta avivadas, las reuniones multiplicadas, el disfrute y el goce de retorno en una vía que aún no se desanda pero que ya se vuelve a caminar. Vamos de retorno aún sin haber llegado al final.

El calendario dio una vuelta entera, la pesadilla persiste, las conductas humanas también. La esperanza parece ser hoy que ojalá ya no seamos los mismos, al menos en la manera en que nos comportamos, en el actuar de todos los días, en los que no hemos mostrado la suficiente empatía, solidaridad; al menos muchos. El cambio climático sigue presente, lo mismo que el virus que nos enferma y a algunos, mata.

La tormenta no amaina y siguen ahí las mujeres y los hombres que luchan por conservarnos la salud, aún más agotados, disminuidos; unos más cuidándose, siguiendo los protocolos, conservando la sana distancia, evitando las reuniones, lavándose las manos frecuentemente, los que cuidan la vida, propia y ajena, y también los que creen que nada o todo ya ha pasado.

Noche de insomnio, mirando por la ventana el cielo raso, en casa, como espero estemos los que tenemos oportunidad.  Hace falta harta empatía, mucha solidaridad; allá afuera hay mucha gente que no la está pasando bien.

Artículos relacionados

Back to top button
error: Content is protected !!