El amor según Hércules
Sabemos que vamos a morir y por eso buscamos con urgencia un otro que le dé sentido a nuestra existencia. El amor cumple, entonces, una función primordial en esa búsqueda
Norman Alburquerque
Hace 23 años se estrenó la película “Hércules”, yo tenía 8 años y la gran mayoría de mis alumnos, que estudian ingeniería, aún no habían nacido.
Era 1997 y recuerdo que la última escena me sacudió el alma. Estoy seguro que la recuerdan: Hércules viaja al inframundo griego para reclamar el alma de Megara, ofreciéndole su vida a Hades. Hades le dice: “Tú la sacas. Ella sale. Tú te quedas”. Estrechan sus manos y Hércules salta y se sumerge en el Tártaro; mientras su cuerpo envejece y su cabello se llena de canas, Hércules estira angustiosamente su brazo derecho para alcanzar el alma inanimada de la mujer que ama.
Entretanto, las Arpías -que tienen la capacidad de saber lo que ocurrió, lo que ocurre y lo que ocurrirá- intentan cortar el delgado hilo de su vida. Inútil. El sacrificio le otorga la identidad que le arrebataron durante la primera infancia, abriéndole las puertas del Olimpo: Hércules, por fin, logra completar el viaje inicial, salvando al amor de su vida.
Parado frente a Zeus, Hércules decide sobre su propio destino y renuncia a su vida inmortal para regresar a la tierra al lado de su querida Meg. Las musas cantan. Todo es júbilo. Se dibuja en el firmamento la silueta del héroe. Baja el telón.
Han pasado 23 años de esa escena y, aunque me sigue maravillando, creo que pudo ser mejor.
Digo que pudo ser mejor porque Hércules tuvo que haberse quedado en el inframundo junto a Hades. Era lo correcto. Tenía que respetar su palabra y no romper la esencia del pacto: un alma por otra alma. Imagínense, pues, el dramatismo final: un Hércules verdaderamente heroico, tomando las manos de Megara, mirándola a los ojos y diciéndole, a manera de despedida: “No te tuve jamás, pero te pierdo como si hubieras sido siempre mía”, al más puro estilo de Rubén Bonifaz Nuño.
La carga simbólica de ese acto hubiese formado a una generación que estaba por entrar a un nuevo siglo en la historia de la humanidad. Hubiésemos crecido con la idea del amor que, aunque no se consuma, existe y está estrechamente ligado al sacrificio de uno mismo, que no es otra cosa que la renuncia a la perpetua sed de completitud.
La renuncia al deseo de completitud no es un asunto menor. Es un gran sacrificio porque somos seres incompletos, conscientes de la salvajez del tiempo. Sabemos que vamos a morir y por eso buscamos con urgencia un otro que le dé sentido a nuestra existencia. El amor cumple, entonces, una función primordial en esa búsqueda. Dicen los poetas que el amor es un destino impuesto por el pasado, y yo lo creo.
Contrario a lo que piensa Luis Eduardo Aute, el amor no es un milagro, nace del encuentro de dos personas que se ven y se reconocen. Ese encuentro no es accidental, se repite y se vuelve a repetir en el tiempo. Si uno lo piensa, eso explica por qué vemos la totalidad en un cuerpo que es eternamente el mismo. Y entonces, como Hércules, siempre bajamos la guardia ante los mismos ojos coquetos; o enmudecemos ante los mismos labios; o nos hechiza el mismo rostro; o caemos ante los mismos tobillos frágiles. Somos, pues, parte de un bucle no sólo temporal, sino amoroso, donde la recurrencia de esos patrones se materializa en una presencia que ha sobrevivido y sobrevivirá a lo largo del tiempo. Romper con este bucle implicaría desafiar lo verdaderamente humano. Ese es el peso de la renuncia y ni el propio Hércules tuvo la valentía de ir contra la conciencia universal.
Decía líneas arriba que la escena final pudo ser mejor y lo sigo pensando. Hubiese sido muy moralizante. Al menos yo entré al siglo XXI con la idea de que puedes romper cualquier pacto y faltar a tu palabra, sin importar que estés negociando con el mismísimo dios de la muerte. Sin embargo, y no me cuesta decirlo, ahora sé que existe el amor y lo conocí gracias a Hércules. Ese es su verdadero legado.