Memorias de un subdesarrollado

Bienvenidos los treinta

Cuando nos alcanzan los treinta, volvemos a ser los mismos insoportables pubertos miedosos que no soportan ver como todo, absolutamente todo, se lo va llevando la mismísima chingada

Norman Alburquerque

Llegaron los muy temibles treinta. No pude evitarlo y punto. Están aquí con un montón de sensaciones y cambios inimaginables. Muchos me dijeron que eran como los segundos veinte, pero con dinero. Lo dudo. Más bien son como una segunda y más agresiva pubertad.  

Pienso, por ejemplo, en el cuerpo. Como en la pubertad, el cuerpo -otra vez- sufre cambios muy notorios: el pecho, que alguna vez fue firme y voluptuoso, pierde su firmeza; el abdomen vuelve a su estado amorfo y a la menor provocación adopta una forma cómicamente esférica, y, por si fuera poco, el cuello se pierde entre la hinchazón y el ensanchamiento de la cara. De pronto te miras en el espejo y observas tus anteojos gruesos, tus bigotes disparejos y tus dientes manchados. Ya no eres joven.

Créeme cuando digo que eso no es lo peor. Las crisis existenciales se intensifican, pues adquieres conciencia de la salvajez del tiempo. Una mañana descubres que los días no duran lo que tienen que durar; de un momento a otro, pasaron no uno ni dos ni tres, sino 50 o 60 años, estás completamente solo, sentado en un sillón con una estrellita plateada en el centro del respaldo, rodeado por un montón de estúpidos y horribles gatos, esperando angustiosamente la muerte, sin saber qué fue lo que pasó, ni cómo llegaste ahí. No sólo ya no eres joven, tienes que lidiar con la insoportable impermanencia de la vida.

Bienaventurados los miserables veinteañeros porque ellos no se tienen que preocupar por la impermanencia de las cosas. La impermanencia es la materialización de todos nuestros miedos. Es tan real como la “eme” impresa de nuestras manos.

Cuando cumplimos treinta comenzamos a preocuparnos por la lentísima digestión, la edad metabólica, la aparición espontánea de la alopecia, el hígado graso y los triglicéridos altos, el colesterol, la diabetes o el cáncer de próstata, además de todo aquello que amenaza la supervivencia del cuerpo.

Y eso no es lo peor. Cuando llegan los treinta, la incertidumbre económica, el alza de los energéticos, las polémicas decisiones del cabecita de algodón, las precarias condiciones laborales, el narco-estado, las desapariciones forzadas, los Legionarios de Cristo y su justificable gusto por los niños, los 18 pesos de la tortilla, la falta de seguridad social, los elevadísimos costos de la vivienda, los nuevos fundamentalismos religiosos que fomentan los golpes de Estado en América Latina, los créditos bancarios, las pensiones, la twitter-política de Trump, la alharaca de los ProVida y ProFamilia encabezada por la diputada Elsa Méndez, el outsourcing y la subcontratación ilegal y sobre todo el SAT y su nueva reforma fiscal, son los nuevos fantasmas que nos quitan el sueño.

En fin. Cuando nos alcanzan los treinta, volvemos a ser los mismos insoportables pubertos miedosos que no soportan ver como todo, absolutamente todo, se lo va llevando la mismísima chingada.

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