Columna invitada

La visita aplazada. Así la “nueva normalidad”

Rye levantó la careta, los guantes, el cubrebocas. Y se imaginó entonces frente a sus padres, ahí, en la casa donde creció, en ese espacio compartido…


Francisco Acosta

La llamada llegó por la mañana, el timbre del viejo teléfono sonó repetidamente antes de que por el auricular se escuchara: “Diga”. Rye sonrió, la voz del otro lado de línea dio la noticia esperada.

Este jueves. Una sonrisa se dibujó en el rostro de la joven que, en su casa, al igual que muchos en Hidalgo, en Pachuca, se guardan lo más que pueden para evitar el contagio por Covid-19. Sólo sale esporádicamente, muy poco -casi nada, dice ella-: las compras del súper una vez por semana, 10 días, según el apetito, la ansiedad, un gustito, le den tregua a la despensa, que también se ha ido reduciendo con el paso de los días, pues los pesos empiezan a desaparecer de sus alcancías, del sueldo que guardó cuando los mandaron a casa.

– Pensé en cada peso que me depositarían, en el recibo del agua, de la luz, del teléfono y sí, del Internet- herramienta de conectividad y comunicación casi imprescindible en estos días de pandemia, al menos para ella, que ha podido realizar algunas tareas desde casa y allegarse un recurso, hoy más preciado que nunca, sí, a pesar de que la vida no ha sido fácil.

-Gracias, Guille- se le escuchó decir antes de colgar. Se quedó parada junto al aparato telefónico, de esos que ya casi no se miran en las casas porque todos, o casi todos, tienen ya un celular, un teléfono inteligente.

Como por reflejo, acaso instintivamente, se acercó a la ventana, corrió las cortinas y atisbó a la calle, parecía dormida, detenida la vida, tan sólo el rumor del viento, el canto tímido de un pajarillo que vino a pararse sobre el borde de la cerca. Dio media vuelta y caminó a la mesa, esa que todos los días es testigo del ritual que cada mañana celebra.

Ahí, Rye tiene un calendario de escritorio, esos que en forma de triángulo tienen hojas dobles, mejor dicho, de doble impresión, una por cara, mismas que giran sobre el anillo metálico en su lomo. Giró una, dos de ellas, vio la primera marca que en los días de ese mes había marcado: día 1, miércoles, una a una fue contándolas, cada una de ellas daba cuenta de cada uno de los días que tenía en casa, lejos de la vida diaria, esa que perdió cuando las autoridades habían decretado estado de alerta, emergencia sanitaria en la ciudad por el avance del SARS-CoV-2, el coronavirus que le robó la calma, que nos robó el día a día.

No hubo ya clases, no hubo ya cursos, no hubo ya visitas, no más fin de semana a casa de sus padres. Y antes de llegar al día de hoy, reparó ya muchos los días, desde que decidió sumarse a la sana distancia, al confinamiento voluntario, al resguardo responsable.

Y entonces volvió a la marca del 1 de abril y reinició el conteo: uno, dos, tres, 10, 20, 30, 54, 63, 75, y siguió contando hasta llegar al jueves 6 de julio. Dijo con voz baja, acaso triste, melancólica: “Noventa y seis días desde la última vez que los vi, que estuve con ellos, que comimos juntos”.

Una tímida lágrima apareció en sus ojos, una en cada uno de ellos. Sonrió, se las sorbió cuando pasaban al unísono por la comisura de sus labios. Y recordó que primero les llamó por teléfono, después, como para sentirlos más cerquita, una video llamada por el whats; el 10 de mayo, realizó una video reunión por la plataforma Zoom y compartió los alimentos con su familia, con su madre, lo mismo hace unos días para celebrar, en la sana distancia, a su papá.

Sí, esta es la manera en que ha establecido contacto con sus familiares y amigos, con los clientes, con el mundo, el que quedó del otro lado de la ventana, el que sigue ahí, tras la pantalla, ese mismo espacio al que habremos de volver, porque, dice, la vida sigue gestionándose allá afuera, el trabajo, la escuela, el mandado, las diversiones, la cultura, las relaciones interpersonales, las afectivas.

La llamada la inquietó sin duda. Hoy era el día. Se levantó temprano, antes de que el sol se asomara. Después de vestirse repitió el ritual establecido desde hace muchos días para cuando hay necesidad de salir de casa. Guantes de nitrilo, careta con mica, cubrebocas de tres capas de tela de algodón, camisola lisa de manga larga, pantalón de gabardina, liso también, sus botas hasta los tobillos, sí, de cierre y suela de material antiderrapante. Ello sin dejar de verificar que el atomizador de alcohol al 70% estuviera lleno, presto para ser utilizado en cualquier momento. Y se imaginó en el auto de su compañera Guille, en ese viaje más seguro a la Ciudad de México, donde viven sus papás a quien iría a visitar.

La nostalgia era fuerte. Y se miró llegando a casa, y la fumigación o sanitización a la que, según le dijo su hermano, sería sometida antes de pasar la puerta de la casa. Además, debía conservar durante la visita la mascarilla y la careta, los guantes y sí, la sana distancia.

Vio también a sus padres en iguales circunstancias: guantes, cubrebocas, careta, sana distancia. Y les vio a los ojos, se miró los ojos. Sí, en estos tiempos en los que la pandemia nos ha mantenido en casa y nos llevó a adoptar medidas de prevención ante un contagio cuando hay la necesidad de salir, el cubrirse la cara, son los ojos los que, hoy como ayer, nos llevan a descubrirnos, cada día, hoy más que nunca.

Y la imagen que siguió no fue imaginada, se miró en la pantalla oscura del celular, sus ojos se nublaron por las lágrimas que fluyeron. Sonó el teléfono. “Gracias Guille”, se escuchó a lo bajo. Colgó, desandó el camino. Levantó la careta, los guantes, el cubrebocas. Y se imaginó entonces frente a sus padres, ahí, en la casa donde creció, en ese espacio compartido, y pensó en la sana distancia, esa que hoy es el paradigma de la “nueva normalidad”.

Acomodó sus accesorios, respiró profundo. Era mejor así, pensó, -capaz que no aguanto las ganas de darles un abrazo, un beso-. Y volvió a imaginar los ojos, cansados ya los de su padre, la viveza disminuida en los de su madre. Y sin dejar de mirar unos adornos, que contra su costumbre ella misma confeccionó en filigrana, esperó a que el día aclarara y se encontró con ellos vía Internet.    Pronto nos veremos -les dijo-, porque esto pasará.

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