Columna invitada

Ingratos somos, malagradecidos

¿Qué pasaría si médicas y médicos, personal de apoyo, enfermeras y enfermeros, deciden quedarse en casa? Estoy seguro de que lloraríamos…


Pánfilo Pérez

En el absurdo, en la sinrazón y el caos que provoca el miedo, la angustia, el pánico, la ignorancia, la sobreinformación, los mitos, la mentira, en torno al Covid-19, hay acciones que nos vuelven como el torvo animal, ese que muerde la mano al que le ha dado de comer, el que se vuelve contra su protector como si éste lo hubiera molido a palos.

El coronavirus vino a cambiarnos la vida, rompió nuestra cotidianidad y la de la colectividad; nos hizo a unos replegarnos en casa, a otros cambiar la percepción de las cosas y seguir como si nada pasara, aunque todo está sucediendo.

A varios nos metió en una camisa de fuerza para mantenernos calmados en el espacio de la casa; a muchos, nos obligó a tomar precauciones y retomar o aprender hábitos que debieran ser parte de la vida diaria, como lavarse las manos; a otros y otras a reforzar los lazos familiares o recuperar las tardes con los hijos, con la pareja, con la familia.

No a pocos ceñirse el cinturón hasta el último orificio para hacer más chiquito el estómago, a ser solidarios y a compartir; a unos más, en la irritabilidad, el enojo, la furia, la violencia, nublando la razón, sumergiéndonos en la ignorancia, dejando salir nuestra animalidad, el actuar sin razón, en el absurdo.

La cordura y el caos convertidos en acciones que muestran la luz y la sombra de nuestra condición humana, la dualidad del ser que ha llevado a unos y otras a actos encomiables, dignos de ser contados y recontados, aunque muchos se queden en el anonimato.   

Luz y sombra, armonía en el hogar y la violencia en ella, y ahora fuera de casa contra quienes en los hospitales, centros de salud, consultorios médicos y oficinas administrativas, en las salas de cuidados intensivos, en las ambulancias que trasladan enfermos, trabajan.

En los diarios, en las páginas web, en la radio y la televisión, en las redes sociales, se sabe de casos en los que a las enfermeras, a las médicas, a los enfermeros y médicos, personal de auxilio, se les agrede porque se piensa que son los jinetes del apocalipsis, los transmisores del virus contra el que muchos de ellos, muchas de ellas, luchan para salvarle la vida a quienes sí se han contagiado. Y todo ello por cumplir con su responsabilidad, con su compromiso.

Ingratitud, ignorancia, maledicencia, mala fe, la parte en la sombra de mexicanas y mexicanos que no hemos reconocido que son ellas, ellos, los hombres y las mujeres de blanco, de azul, de verde, de gris, de cofia y batas blancas, de zapatos blancos, vestidos con overol, provistos de cascos, de cubre bocas, la primera línea de atención de quienes han perdido la salud, hoy, víctimas del Covid- 19.

Sí, es innegable hoy también la importancia de su labor, la responsabilidad adquirida aun a riesgo del contagio propio, de poner en riesgo entonces a sus familias, a sus hijos, a sus parejas, a sus hermanas y hermanos, a sus círculos cercanos, porque otros, por necesidad o necedad, se han enfermado y alguien tiene que ver por ellos, y esos guardianes son precisamente a los que estamos ofendiendo, a quienes agredimos, discriminamos. 

Y entonces imagino qué pasaría si las enfermeras, si los médicos, las médicas, los enfermeros, decidieran no volver a ponerse esas batas y uniformes que parecen hoy ser el estigma, la marca del mal, la calamidad, la pesadilla social, y quedarse, al igual que aquellos que dicen actuar porque están preocupados, angustiados, con miedo de contagiarse o que sus familias se contagien, en casa para no correr el riesgo de la agresión, más allá de lo que implica el cumplimiento de su deber.

Y me imagino entonces los hospitales llenos de enfermos y familiares que reclaman la atención de quienes en la calle se hace menos, a quienes insultan, bañan con cloro, apedrean, bajan de los camiones de transporte urbano, les niegan el servicio del taxi, tienen que esconder los uniformes para evitar la furia de una turba obnubilada.

Es coraje y rabia, tristeza y decepción, es el sueño roto de ser una sociedad armónica, solidaria, en la que todos queramos y quepamos bien, cuando en vez de darles una palabra de ánimo, un aplauso que les reconforte, un gracias por cuidarnos, les damos la espalda, le huimos, les sacamos la vuelta, en el mejor de los casos de la barbarie que contra ellos se comete.

No quiero imaginar qué sucedería si la enfermera del barrio se guarda y no sale a ponerle la inyección o el suero a la vecina, al vecino, al tendero, al panadero, al adulto mayor de la casa de enfrente; o si el médico ya no atiende ni en el hospital o el consultorio, en visitas domiciliarias, en emergencias de quienes también, viven cerca de sus casas. Eso tan sólo en el entorno inmediato.

¿Quién llenará los registros, dará certeza de que nuestros enfermos están hospitalizados, han sido atendidos? ¿Quiénes harán los traslados en las ambulancias para llevar a los enfermos a los centros de salud? ¿Quiénes atenderán pues, en la primera fila la emergencia sanitaria?

Ingratos somos, malagradecidos. En 150 hogares lloran ausencias todo porque sus padres, madres, hermanos, parejas, amistades, salieron a cumplir su deber y ayudar a miles de personas a conservar la salud, aun a costa de su vida. Nadie lo quiere así, menos los deudos.

¿Qué pasaría si médicas y médicos, personal de apoyo, enfermeras y enfermeros, deciden quedarse en casa? Estoy seguro de que lloraríamos si ellas, ellos, los guardianes de la salud en la primera fila, deciden irse a casa.

Claro que lloraríamos y entonces sí, saldríamos como turba enloquecida a buscar a quienes les han agredido para colgarlos en la plaza mostrando una vez más la pobreza de un pueblo que se debate en sus miedos, angustias, esperanza, entre la ignorancia y la desinformación.

Si ellas y ellos se fueran a casa, entonces sí, habríamos perdido como pueblo.

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